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[post_date] => 2009-06-22 12:56:53
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[post_content] => Imagine el lector un escenario de ficción en el que existe un mercado en el que hay multitud de oferentes y de demandantes de un bien cualquiera de consumo, como los que todos los días podemos adquirir en los supermercados.
Suponga que un grupo de oferentes pone en el mercado una mercancía que cada vez gusta menos a los demandantes. Éstos la comprarán cada vez menos, lo que ocasionará a los productores de la misma una pérdida progresiva de cuota de mercado y una reducción de sus ingresos y beneficios, llegando incluso a una situación de pérdidas.
En definitiva, se trata de un mecanismo propio del funcionamiento de los mercados, que penaliza a quien no satisface a los consumidores y le obliga a replantearse la bondad de sus productos o a aceptar una menor presencia en el mercado y una eventual desaparición.
Imagine ahora que el Gobierno, en vez de permitir que el mercado penalice a quien lo hace mal -en el sentido de que el productor que ofrezca un bien que los consumidores no demandan- y lo expulse del mercado, considera que la soberanía del consumidor es un elemento peligroso y sospechoso y que es mucho mejor “obligarles” a demandar el producto del empresario que pierde cuota de mercado.
¿Cómo se puede hacer esto? De muchas formas: estableciendo consumos obligatorios del producto no deseado mediante unas cuotas mínimas, regulando cuánto espacio debe ocupar el producto en los estantes de los establecimientos comerciales, para ponerlo así por delante de los competidores (que son los que sí quieren comprar los consumidores) o estableciendo subvenciones a los productores de bienes no demandados –lo que en realidad no es otra cosa que obligar a los consumidores, a través de sus impuestos, a subvencionar a los fabricantes de aquello que no quieren comprar.
Esta reacción del Gobierno, que vulnera y se salta a la torera la soberanía del consumidor y que consideraríamos totalmente inaceptable en la generalidad de los casos, es la política que se nos está imponiendo a todos los españoles en relación con un determinado bien de consumo: el cine de producción nacional.
Probablemente los lectores saben que el número de espectadores del cine español está cayendo en picado. Ha pasado de los 26,2 millones en 2001 a sólo 14,4 millones en 2008 y la recaudación ha caído desde los 110 millones de euros en 2001 a 81 millones en 2008. ¿Se debe esta pérdida de casi el 50% de espectadores a la reducción en el número de películas exhibidas? La respuesta es no: han pasado de 339 en 2001 a 394 en 2008. ¿Qué ha pasado entonces? Simplemente, que las personas que eligen libremente qué películas van a ver han desviado su interés hacia el cine de otra procedencia.
En paralelo, todo hay que mencionarlo, el cine español ha incrementado el volumen de subvenciones recibidas durante el período mencionado: han pasado de 31,08 millones de euros en 2001 hasta 67,79 millones en 2008. Pues bien, hoy nos encontramos en la prensa que el Gobierno pretende aumentar un 40% para el próximo año las subvenciones que recibe el cine español. De hecho, se quiere llevar la cuantía hasta los 111 millones de euros. Por poner esta cifra en contexto, fíjense los lectores que la subvención superará muy probablemente los ingresos por recaudación en taquilla. Visto de otra manera: de cada 4 euros de ingresos conjuntos procedentes de subvenciones y taquilla de las películas españolas, en 2001 sólo 1 euro procedía de subvenciones. En 2009 serán más de 2 euros los que procedan ya de las subvenciones.
En definitiva, nos encontramos ante un nuevo ataque a la libertad de elección de los consumidores, que se alejan de un cine español que no responde a sus gustos y a los que el Gobierno va a imponer la obligación de financiarlo.
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Imagine el lector un escenario de ficción en el que existe un mercado en el que hay multitud de oferentes y de demandantes de un bien cualquiera de consumo, como los que todos los días podemos adquirir en los supermercados. Seguir leyendo…
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