El debate sobre la crisis continúa, como no podía ser de otra forma. Y las propuestas siguen siendo de lo más variopintas. Llevo varios días en los que me ha costado parar de reír, tras conocer la propuesta estrella de Krugman para España, la reducción del 20% de los sueldos de los españoles. La medida en sí, desde una lógica puramente económica ligada a la recuperación de la competitividad, puede tener algún sentido. Aunque le reconozco, al menos tres debilidades.
Una de tipo teórico: sostener la propuesta basándose en la evolución de los costes salariales de la industria española supone tener en cuenta sólo el 15-20% de la economía española, e ignorar al resto. Por otra parte, el impacto de la pérdida de poder adquisitivo sobre el consumo, precisamente en una economía como la nuestra, muy centrada en servicios, tendría que ser adecuadamente valorada. Y en tercer lugar, la aplicación práctica, que es lo que me provoca carcajadas: yo invitaría al señor Krugman a venir a España y le encomendaría la tarea de convencer a los sindicatos de la bondad de la medida. Vamos, que le encargaría de colgarle el cascabel al gato.
Otra línea completamente distinta de afrontar la crisis se enmarca en la huida hacia delante del keynesianismo más desbocado, cuya única propuesta es incrementar el gasto público. Esta ha sido hasta ahora la tendencia seguida en España, donde en solo un año hemos pasado de un superávit de las cuentas públicas cercano al 2% a un déficit previsto a finales de este ejercicio que rondará el 8% en el mejor de los casos. Pero también, y por desgracia, está siendo la tendencia seguida en otros países, como Estados Unidos, con el plan de “estímulo económico” de Obama. En un artículo en La Vanguardia en febrero, Xavier Sala i Martín hacía la siguiente reflexión sobre dicho plan: “Si gastáramos un millón de dólares por cada día transcurrido desde que nació Jesucristo hasta hoy, no dilapidaríamos tanto dinero como el Presidente Obama gastará con su reciente plan de estímulo económico”.
El artículo de Sala, muy recomendable como todos los suyos, me parece especialmente relevante por su reflexión sobre la corta memoria del renacido keynesianismo ramplón (el propio Keynes relativizó en gran medida sus propuestas incluidas en la Teoría General en otros escritos posteriores), que olvida que el gasto desbocado fue la forma del gobierno japonés de afrontar su crisis en 1990 y que la receta fue un fracaso. Nadie mejor que Sala para expresarlo, así que reproduzco sus palabras:
“…hay otros episodios históricos que pondrían en duda la eficacia del gasto público. Uno de ellos es una crisis enormemente parecida a la actual: Japón 1990. Después de una gigantesca burbuja inmobiliaria, el sistema bancario japonés colapsó, el préstamo desapareció y el país entró en una profunda crisis económica. ¿Cómo reaccionó el gobierno japonés? Respuesta: se endeudó hasta el cuello y gastó lo que no estaba escrito: se hicieron obras públicas por valor de 4.7 billones de euros (la economía japonesa entonces era de unos 4 billones de euros anuales) y la deuda pública subió hasta 7 billones (un 180% del PIB). Se pavimentó el país entero unas cuantas veces, se construyeron puentes, museos, zoos, palacios de deportes e incluso pirámides de cristal. ¿Contribuyó todo este derroche a que Japón saliera del agujero? No lo sé. Lo que sí sé es que han pasado 18 años… y la economía japonesa todavía no ha salido del agujero.” (Xavier Sala i Martín. Crisis financiera (7): Gasto Inútil. La Vanguardia, 17 de febrero de 2009).
Sin duda, un buen elemento para reflexionar.
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