En los últimos días parece que los gobernantes chinos hayan atendido a una de las principales fuentes de inestabilidad social, y por ende económica, que señalábamos en un post el pasado mes de enero. Entonces destacábamos que, a pesar de que en los últimos cincuenta años ningún país del mundo ha experimentado un crecimiento tan rápido y sostenido como el de China, gran parte de la población de este país vive una realidad bien distinta en aspectos fundamentales para la estabilidad social y la futura sostenibilidad de ese crecimiento, como la propiedad de la tierra, la equidad en la distribución de la renta, la migración interna, la búsqueda de empleo, y, evidentemente, la libertad de expresión. Concluíamos que la continuidad del “milagro” chino no depende tan sólo de variables económicas, sino también de potenciales crisis sociales y políticas que podrían quebrar la larga trayectoria de crecimiento económico de esta nación.
El Partido Comunista (el Partido de la Propiedad Pública, si se traduce literalmente su nombre del chino) ha aprobado una ley de propiedad privada. Juan Carlos nos decía en su post de hace un par de días que “Con esta iniciativa las autoridades chinas pretenden satisfacer los intereses de la emergente clase media urbana (…) y de los habitantes del campo, los grandes olvidados en el proceso de cambio económico.” ¿Cabe esperar que esta ley cierre ese foco de tensión social? Desgraciadamente parece que no, al menos no en el corto plazo. Quizás, en la medida que la ley sea realmente aplicada, la población rural quede menos expuesta a los abusos urbanísticos de gobiernos locales hambrientos de ingresos. Sin embargo, no cubre una necesidad fundamental para los granjeros y para la eficiencia en su mercado: disponer de derechos de propiedad comercializables sobre la tierra que trabajan, de modo que puedan adquirir nuevas tierras y alcanzar economías de escala, o avalar con ellas préstamos que les permitan invertir en mejorar su productividad. Por otra parte, la ley aprobada no aleja la espada de Damocles que desincentiva toda inversión, la amenaza de la expropiación.
A pesar de sus limitaciones, sin duda es un primer paso. También parece evidente que, como señalábamos en aquel post de enero, el sistema político y las instituciones chinas muestran una resistencia al cambio que no acompaña a la rapidez del crecimiento económico. ¿Superará la presión de la realidad económica a la realidad política?
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