Desde la caída del comunismo y la desintegración de la antigua Unión Soviética, el papel de Rusia no acaba de estar definido. En España, mi generación creció con el temor al imperio soviético y la sorpresa fue mayúscula cuando a principios de los noventa vimos disolverse como un azucarillo todo ese potencial. Desde entonces las cosas han cambiado mucho. Rusia ha tenido que hacer su particular travesía del desierto, de la que ahora parece estar saliendo; desde el punto de vista económico, gracias a los ingresos por las exportaciones de gas y petróleo; y desde el punto de vista político, parece haber encontrado una cierta estabilidad interna desde que gobierna Putin, aunque las prácticas políticas rusas resulten a veces difíciles de entender para los europeos occidentales.
Para Rusia la cosa no debe de ser sencilla. De superpotencia mundial, ha pasado a ser uno más en el nuevo escenario multipolar en el que nos movemos, en el que China, India e incluso Brasil son las nuevas potencias emergentes. Ha tenido que aceptar que sus repúblicas bálticas y los países del este de Europa se integraran en la Unión Europea y en la OTAN, que durante décadas fue considerada la alianza enemiga del Pacto de Varsovia. Ha visto disminuir su influencia en algunas de las repúblicas que antes formaban parte de la URSS y ha tenido enfrentamientos con otras como Georgia, Estonia o Ucrania. Y ha dejado de ser una amenaza militar, política y económica para occidente, para convertirse en un mero suministrador de recursos energéticos, en el que parece ser el único papel, que de momento, la globalización le ha asignado.
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