Desde la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, los gobiernos de todo el mundo, independientemente de su ideología, han estado utilizando intensamente políticas “keynesianas” de gasto e inversión pública. Si añadimos el efecto de los “estabilizadores automáticos” y los fondos utilizados en algunos países para recapitalizar el sector financiero, todo ello está provocando un intenso deterioro de las finanzas públicas.
Hasta la aparición de los primeros indicios de estabilización en las variables económicas y financieras ha existido cierta despreocupación tanto por el comportamiento de los déficits públicos que empiezan a rondar peligrosamente el 10% del PIB, como por la evolución de la deuda pública que, según un reciente estudio del FMI, en el G20 puede pasar del 78% del PIB en 2007 al 114% del PIB en 2014 (cada ciudadano tendría en ese momento una deuda de 50.000 dólares). La sensación de que se debían utilizar todos los grados de libertad fiscales para contrarrestar el mayor desplome de la demanda privada de las últimas décadas, ha dejado en un segundo plano la valoración de los efectos que puede tener en el medio plazo este empeoramiento de las finanzas públicas sobre la inversión privada y, por tanto, sobre el crecimiento potencial de la economía.
Pero desde que empezaron a manifestarse los ya famosos “brotes verdes” y, por tanto, fueron perdiendo credibilidad los escenarios macroeconómicos más traumáticos, ha vuelto a la palestra la preocupación por la sostenibilidad de las finanzas públicas en el medio plazo, como refleja la fuerte subida de las rentabilidades de la deuda pública en las últimas semanas. Sobre todo, teniendo en cuenta los efectos adicionales que puede ocasionar el envejecimiento de la población. Según un artículo de The Economist, la factura demográfica en las próximas décadas puede ser 10 veces superior a la ocasionada por la crisis. Sin un adecuado control del crecimiento de la deuda pública, al final los países tienen que realizar un “default” o facilitar su pago a través de un proceso inflacionista. O, quizás todavía peor, transmitirle la deuda a las siguientes generaciones.
¿Cuál es la situación de España? Entramos en esta crisis con una situación de las finanzas públicas aparentemente muy holgada: en 2007 teníamos un superávit equivalente al 2,2% y una deuda pública por debajo del 40% del PIB. El problema es que este año el déficit se aproximará al 10% del PIB y en 2009 la deuda pública puede situarse en la banda del 65%-70% del PIB. Pero para juzgar si el deterioro de las cuentas públicas es preocupante o no se debe analizar qué parte procede de factores cíclicos (es normal que los déficit se deterioren cuando la economía va mal) y que parte a un componente estructural, en el que entran las medidas discrecionales o la desaparición de ingresos extraordinarios como, por ejemplo, los ligados al “boom” de la vivienda en España en la última década. Pues bien, según el Informe Anual (2008) recientemente publicado por el Banco de España, de los 6 p.p. de deterioro del saldo público en 2008 (pasamos en un año de un superávit del 2,2% a un déficit del 3,8% del PIB), sólo 0,7 p.p. se deben al cambio en la posición cíclica, mientras 1,6 p.p. a las medidas discrecionales del gobierno (400 euros, etc), 0,1 p.p. al pago de intereses y 3,8 p.p. a la pérdida de ingresos extraordinarios (sobre todo vivienda). Esta brecha sería inferior en 2009, pues de los 4,5 p.p. de deterioro del saldo presupuestario, 2,5 p.p. lo explicaría el cambio en la posición cíclica. En teoría y, sobre todo, si se quiere continuar con el objetivo de estabilidad presupuestaria a lo largo del ciclo (¿alguien se acuerda de esto?), estaremos obligados en el futuro a obtener importantes superávit primarios. Y, vuelve a poner de manifiesto, que en los años del “boom” de la vivienda se debió ser más ambicioso en los objetivos de superávit público, teniendo en cuenta, además, la enorme laxitud de la política monetaria.
¿Qué se puede hacer en este contexto? En primer lugar, ser conscientes de que los grados de libertad de la política fiscal están agotados. Tampoco parece que lo más aconsejable sea en estos momentos, cuando sólo hay leves indicios de estabilización económica, retirar los estímulos fiscales. Pero sí se debería empezar a diseñar una estrategia de salida y, por tanto, de consolidación de las finanzas públicas a medio plazo. De hecho, países como Irlanda, Gran Bretaña e, incluso España, han empezado a subir algunos impuestos. Esa consolidación debe pasar por una moderación del gasto público (no de la inversión pública) y una reconsideración de la estructura fiscal en países como el nuestro, probablemente con una mayor importancia relativa de la imposición indirecta. Y, también, por algo que no deberíamos retrasar mucho más, como es el fortalecimiento del sistema de pensiones.
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