El mismo día en que los países reunidos en el G-20 anunciaban a bombo y platillo unos acuerdos que, al menos en apariencia, significaban una sustancial inyección de fondos a una economía global que se encamina a la mayor recesión desde la Gran Depresión, el BCE despachaba su reunión de política monetaria con la decisión de rebajar su tipo de intervención en 25 exiguos puntos básicos, para situarlo en el 1,25%. Si bien empieza a ser ya una costumbre que en esta crisis el BCE destaque por su parsimonia, no deja de ser llamativo un movimiento tan modesto cuando los bancos centrales de nuestro entorno ya han agotado su margen de recortes, el sistema financiero está aún lejos de su recuperación y las previsiones económicas y de inflación no dejan de revisarse a la baja. Las más recientes, las de la OCDE, anticipan una contracción del crecimiento en la Zona Euro este año del 4,1% y del 0,3% en 2010, con una tasa de inflación -que en España ya es negativa- del 0,6% y del 0,7%. ¿Tiene explicación la «cicatería» del BCE?
Como casi todo (lo no importante) en la vida, la tiene. El BCE ya es bastante consciente de la necesidad de «hacer más» para enfrentarse a los crecientes riesgos deflacionistas, de emplear todas las armas a su alcance. El problema es que las armas más poderosas no están listas aún y en cierto modo se ve forzado a prolongar la vida de las gastadas herramientas tradicionales de los tipos de interés. Se trata de las medidas monetarias no convencionales, también conocidas como de expansión cuantitativa. Otros bancos centrales importantes, como la Reserva Federal, el Banco de Inglaterra o el Banco de Japón ya las han puesto en marcha hace algún tiempo. Y es que, cuando los tipos de interés llegan a su suelo y pierden definitivamente su capacidad de estimular a la economía, los bancos centrales tienen que recurrir a la inyección de liquidez al sistema a través de nuevas medidas, como la compra directa de títulos de deuda pública y privada. Esas compras, además de aumentar la liquidez del sistema, contribuyen a dinamizar los mercados de financiación y presionan a la baja a los tipos de interés a largo plazo (las rentabilidades de los títulos comprados).
Hay al menos tres razones para que el BCE no tenga aún sus nuevas armas a punto. La primera es que quizás ha pensado en ellas demasiado tarde, del mismo modo que tardó en asumir del todo el alcance de la crisis. La segunda razón es un cierto exceso de cautela ante la posibilidad de incurrir en riesgos inflacionistas o de adquirir activos poco fiables. Y la tercera, finalmente, tiene que ver con el carácter multinacional de la institución, circunstancia que en general ralentiza la toma de decisiones y que, en este caso, plantea el problema de qué títulos y de qué nacionalidades comprar. También podríamos añadir que, al estar la economía europea especialmente «bancarizada», el impacto previsible de la compra de títulos privados sobre la financiación es menor que en EEUU. Y, por acabar de ser indulgentes, también habría que señalar que los tipos del mercado interbancario del euro se sitúan, desde el tipo a tres meses en adelante, en niveles similares o inferiores a los del dólar y que el tipo a un día -merced a una facilidad de depósito que se sitúa desde noviembre 100 pb por debajo del tipo de intervención- se aproxima al 0,5%.
El BCE -por boca de su presidente- dejó ayer al menos claro que en su reunión de mayo expondrán definitivamente sus intenciones respecto a las medidas convencionales y que no han llegado al suelo de los tipos de interés. Es, en consecuencia, muy probable que en ese momento anuncien un nuevo recorte de tipos hasta el 1% y dos medidas novedosas de expansión de la liquidez: su voluntad de aumentar los plazos de su financiación al sistema financiero (quizás a un año) y su intención de adquirir bonos corporativos de calidad. La compra de deuda pública, algo más delicada en términos políticos, podrá quizás esperar a una decisión posterior. Lo importante es que el BCE habrá empezado a desplegar también su arsenal más contundente.
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