Birmania –renombrado Myanmar por su gobierno militar– lleva casi medio siglo bajo una dictadura militar represiva, a quien se le ha documentado violencia contra grupos étnicos no-birmanos (que suponen la mitad de la población) y grupos de la oposición política, esclavitud y trabajo forzado de su propia gente, represión total de libertad de expresión y de asamblea, arresto domiciliario de la mujer que fue elegida presidente del país en 1990, y otros crímenes. En 1988, en la última protesta contra el régimen, murieron más de mil personas.
¿Qué se hace en una situación así? Imponer sanciones, dirían algunos. Esto es lo que ha hecho Estados Unidos desde 2003, bloqueando importaciones de productos birmanos y prohibiendo nuevos préstamos de fondos a entidades del país. Las ayudas al desarrollo ya se habían cortado antes, en protesta a la violencia y represión del régimen. Ahora Francia, el Reino Unido y Estados Unidos quieren una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU para imponer un embargo general al régimen, con la esperanza de poner fin al baño de sangre que puede estar ocurriendo ahora mismo, para terminar con la “protesta Azafrán” liderada por miles de monjes budistas.
¿Servirán de algo estas sanciones? Es probable que no, ya que Birmania tiene lazos estrechos con China, la fuente de sus armamentos (junto con la India) y uno de sus compradores principales para los abundantes recursos naturales del país, que incluyen gas natural. El tamaño de China hace que los intentos de poderes occidentales de presionar a través de los lazos comerciales muchas veces fracasen.
¿Cuál es el camino a seguir? ¿Un embargo serviría de algo? ¿Hay que desviar la mirada mientras se sume el país en un nuevo baño de sangre? Las respuestas de los economistas no están claras.
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