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A lo largo de los últimos años se ha consolidado el consenso entre los científicos, los políticos, los empresarios, y la sociedad en su conjunto, con respecto al hecho de que la actividad industrial ha contribuido significativamente al principal de los problemas medioambientales en nuestro planeta, el calentamiento global. Como es bien sabido, este fenómeno amenaza con aumentar la intensidad y variabilidad de los patrones climáticos a los que estamos acostumbrados, incrementando la frecuencia de los potenciales desastres naturales. De acuerdo con el segundo informe del IPPC (Panel Intergubernamental de Cambio Climático de Naciones Unidas), en América Latina se extremarán las sequías en las zonas con menos lluvias así como las precipitaciones en las zonas más húmedas. Los glaciares desaparecerán y los recursos hídricos disminuirán entre el 10% y el 30% en regiones de latitudes medias y en el trópico húmedo. Como consecuencia, se estima que entre 60 y 150 millones de personas tendrán un difícil acceso al agua potable y que las condiciones higiénicas empeorarán, favoreciendo el desarrollo de enfermedades como el dengue o la malaria. Del mismo modo, se encuentran amenazadas numerosas especies animales y vegetales, incluyendo la propia supervivencia del Amazonas. En cuanto a las consecuencias estrictamente económicas (aunque es fácil entender que los anteriores desastres naturales y humanos también pasarán su factura), la disminución en la disponibilidad de agua afectará seriamente a la generación eléctrica, conducirá a la salinización y desertificación de las tierras agrícolas, y reducirá la productividad del ganado. Evidentemente, todo lo anterior tendrá consecuencias adversas en la seguridad alimentaria de la región. Además del sector agrícola, también se verán afectadas otras actividades económicas basadas en un clima estable y predecible, como es el caso del turismo o los seguros.


Las naciones industrializadas, en las que habita el 20% de la población mundial, son responsables del 60% de las actuales emisiones globales de CO2. Según un informe de la oficina regional de América Latina y el Caribe del PNUMA (Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente), la contribución de América Latina a las emisiones globales fue tan sólo del 7% en el año 2000 y se espera que para el 2050 genere el 9%. Si bien la responsabilidad directa de la región a través de su actividad industrial y económica no parece muy alta, sí está en sus manos frenar la acelerada destrucción de sus extensos bosques y selvas, que actúan como sumideros globales de CO2 cuando permanecen vivos y liberan grandes cantidades cuando son destruidos. El último informe sobre la situación de los bosques en el mundo divulgado por la FAO (Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) constata que entre 1999 y 2005 se perdieron 64 millones de hectáreas boscosas en América Latina y el Caribe, principalmente como resultado de la conversión de los bosques en tierras agrícolas. Evidentemente, resulta necesario invertir esta tendencia.

Frente a las anteriores amenazas, América Latina, se considere o no parte responsable de este problema global, debería aprovechar el nuevo escenario mundial como una oportunidad para transformar la economía de la región. Por una parte, debería sacar el máximo partido de los Mecanismos de Desarrollo Limpio (MDL) contemplados en el protocolo de Kioto. Esta fórmula permite a las empresas de las naciones industrializadas cumplir parcialmente con sus cuotas de reducción de emisiones mediante inversiones en proyectos limpios en países en desarrollo. Los MDL constituyen al tiempo una oportunidad de negocio para ambas partes y una interesante vía para incorporar tecnologías limpias a los sistemas energéticos e industriales de la región receptora de la inversión. Al tiempo, existe una excelente oportunidad económica y ambiental en una agresiva expansión de la producción de biocombustibles, que podría atraer inversión, desarrollo y trabajo a las zonas agrícolas, al tiempo que reduciría la dependencia de los combustibles fósiles importados y ayudaría a dar respuesta al crecimiento en la demanda de energía en la región, estimado en un 75% para el año 2030 por el Banco Interamericano de Desarrollo.

Aunque 27 gobiernos latinoamericanos han ratificado el protocolo de Kioto y algunos de ellos han desarrollado estrategias específicas para mitigar el problema del cambio climático, la mayor parte de la región no dispone de planes de acción a medio y largo plazo. Los dirigentes de América Latina pueden encontrar más importante y urgente resolver sus actuales problemas económicos y sociales, relegando a un segundo plano la toma de decisiones en materia ambiental. Pueden argumentar, no sin falta de razón, que el cambio climático es en su mayor parte responsabilidad de las economías ricas y esperar a que aquéllas asuman su coste. Sin embargo, la paradoja reside en que las consecuencias del calentamiento global se harán sentir en primer lugar y de modo más dramático sobre los países más vulnerables en términos sociales y económicos, afectando a sus condiciones de vida y a sus niveles de renta en mayor medida que a las naciones ricas, retrasando en definitiva su deseada convergencia real con estas últimas. América Latina no se puede permitir una nueva “década perdida”, y aún menos permanecer impasible frente a las consecuencias del cambio climático sobre la región, cuando el retroceso en su convergencia real con las economías más avanzadas podría ir esta vez bastante más allá de una década.

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