O eso es al menos lo que parecen estar descontado los mercados, a través de las decisiones de compra y venta de activos financieros de millones de inversores a lo largo y ancho del mundo. Sólo hay que repasar algunos datos sorprendentes: la rentabilidad del bono a 10 años estadounidense (1,97%) está en mínimos de 60 años, (¡como si la administración americana no tuviese un problema de sostenibilidad fiscal a largo plazo!), la del bono alemán en mínimos históricos (1,85%), los futuros del franco suizo en niveles negativos (¡están descontando que los inversores tendrán que pagar dinero por tener ahorros en francos suizos!). Como escribía Martin Wolf la semana pasada en Financial Times, el mercado anticipa recesión en los próximos doce meses y, a la vez, incapacidad de la política económica para resolver los problemas, lo que está desencadenando una búsqueda de activos refugio, sin importar los precios estratosféricos que se están pagando por ellos. Lo curioso es que la sobrerreacción de los mercados provoca oportunidades de inversión para los más osados: con los tipos de los bonos griegos a un año en el 95%, se puede pedir un préstamo en francos suizos (0,30%), e invertirlo en el bono griego; además, con cierta cobertura del riesgo de tipo de cambio, si nos creemos el objetivo que se ha impuesto el Banco Central de Suiza: no va a dejar que el tipo franco/euro caiga por debajo del 1,20 (sobre esto volveré más adelante).
Obviamente, el riesgo es que, en los próximos 12 meses, Grecia termine impagando, más allá del canje de deuda que se está pergeñando en esta semana con los acreedores privados. El verdadero problema es que todo lo que estamos viendo ha sido la tónica de los últimos cuatro años: volatilidad, desprecio por las valoraciones fundamentales, dificultades para obtener financiación en los mercados de crédito, etc.
Pero la diferencia, esta vez, es que se anticipa una recesión con deflación. No en vano, el único bono que se ha situado de manera estable por debajo del 2% desde hace quince años es, precisamente, el japonés. Y, en este sentido, el mercado está infravalorando la capacidad que tienen los bancos centrales para responder a esta situación. Por ejemplo, el Banco Central Suizo (SNB) ha advertido esta semana que no dejará apreciarse más su moneda (sobrevalorada en un 40%) y, para ello, está dispuesto a intervenir todo lo necesario en el mercado, comprando divisas a cambio de francos suizos. ¿Y qué capacidad tiene para hacerlo? En teoría ilimitada, vía aumento de la base monetaria. ¿Eso puede incrementar la inflación? Probablemente, pero ese es el riesgo menor teniendo en cuenta la coyuntura actual.
Eso sí, más preocupante es que la coordinación de los bancos centrales, que se consiguió tras la crisis de Lehman Brothers, empieza a perderse pues ya hay varios que están haciendo la guerra por su cuenta: evidentemente el Banco Central de China, pero también las autoridades monetarias de Brasil o Suiza. Esto explicaría, el indisimulado disgusto con el que el BCE recibió la decisión del SNB. Es cierto, que el euro se puede ver afectado, pero la autoridad monetaria europea tiene las herramientas para afrontar una situación como la actual. Algunas las está utilizando (compra de bonos, inyecciones de liquidez al sistema financiero, etc), pero siempre con demasiada timidez y con la sensación de que va por detrás del mercado. Lo que también puede reflejar las disensiones dentro del Consejo.
En definitiva, todos nos hemos puesto demasiado pesimistas tras el verano. Quizás es el estado consustancial del ser humano después de las vacaciones. Pero ni el escenario de recesión es el más probable, aunque sí el de una fuerte desaceleración de la actividad, ni mucho menos vendrá acompañado de un proceso deflacionista en la OCDE. Esto es así, porque todavía la política monetaria tiene capacidad para responder a este tipo de riesgos.
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