Hace ya algún tiempo abordábamos en este blog las imperfecciones de la unión monetaria europea. Entonces argumentábamos que, en términos teóricos, el correcto funcionamiento de una unión monetaria exige ciertas condiciones estructurales de las economías de sus Estados miembros: movilidad de factores, flexibilidad de precios y transferibilidad presupuestaria. Decíamos que el perjuicio de la pérdida de la soberanía nacional respecto al tipo de cambio y a los instrumentos presupuestarios será tanto mayor cuanto peor funcionaran los mecanismos antes referidos, pues sin estos dispositivos de ajuste sería difícil financiar los desequilibrios (choques asimétricos) que puedan afectar localmente a los Estados miembros. Concluíamos, de acuerdo con aquella teoría, que en la Eurozona sería deseable la centralización de una parte significativa de los recursos fiscales, permitiendo así a los países que sufran un choque negativo acceder a transferencias automáticas. Si lo anterior no fuera posible, las políticas fiscales nacionales se deberían poder utilizar con flexibilidad, permitiéndose el incremento del déficit presupuestario de la nación afectada. Pasemos de la teoría a la práctica.
Las asimetrías en el impacto de la crisis financiera internacional sobre los diferentes Estados miembros y la consiguiente crisis de deuda soberana en Europa han mostrado claramente los límites de la segunda alternativa, y así lo han entendido las autoridades comunitarias. En cuanto a la primera vía, nos son ya conocidas y han sido discutidas aquí las decisiones tomadas, así como sus debilidades, parcialmente aliviadas tras la aprobación ayer en la cumbre de jefes de Estado y Gobierno de una reforma limitada del Tratado de Lisboa para crear un mecanismo permanente de rescate, cuyos trazos gruesos se recogen hoy en la prensa económica.
Sin embargo, la falta de encaje entre las realidades monetaria y fiscal de la Eurozona, y la presión de los mercados para que sea resuelta, siguen exigiendo cambios más profundos, incluso más creativos. En esa línea se encontraría la reciente propuesta del presidente del Eurogrupo, Jean-Claude Juncker, apoyada a su vez en el trabajo de los economistas Delpla y von Weizsäcker. Se trataría de dar un paso adelante hacia un futuro “Tesoro” común europeo mediante la creación de un “eurobono”, un pool común de deuda europea de responsabilidad compartida. La deuda de cada Estado miembro dentro del pool (blue bonds, garantizados por la UE) no podría superar el 60% de su PIB (límite de Maastricht), siendo el exceso (red bonds) responsabilidad exclusiva del país emisor. En caso de default, los primeros tendrían prioridad en su repago sobre los segundos. Delpla y von Weizsäcker defienden que el previsible volumen y la liquidez de los blue bonds europeos en circulación permitirían su competencia con los bonos estadounidenses, atrayendo a los inversores y reduciendo su riesgo incluso por debajo de la actual deuda alemana; la estabilidad regresaría a la deuda europea y su coste se contendría. Por otra parte, los mayores intereses a pagar por los red bonds deberían servir a los Estados como incentivo para respetar los compromisos de Maastricht, y su mayor riesgo exigiría a los inversores ser más cautelosos con la salud fiscal de los emisores, algo que no sucedió en el caso de Grecia.
Como suele ser habitual, las ideas atractivas en lo teórico son complejas de llevar a la práctica. Ésta ya ha chocado de frente con la oposición, desinformada según algunos, del tándem Merkel-Sarkozy. Mala suerte.
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