Este pasado fin de semana el Consejo de Ministros dio luz verde al proyecto de la Ley de Economía Sostenible. Pocas dudas caben en torno a la conveniencia de los objetivos que se marca esta Ley. La economía española está necesitada de una modernización y diversificación de su patrón productivo, hasta hoy excesivamente especializado en actividades intensivas en mano de obra. Asimismo, precisamos de un impulso a la productividad en todos los sectores. E incluso, a pesar de que la Ley se antoja una simple lista de buenas intenciones, algunas de las medidas que propone también son perfectamente razonables, como la simplificación de los procedimientos y trámites para la apertura de negocios. Ahora bien, lo que no resulta de recibo es que, con el lanzamiento de esta Ley, el Gobierno caiga en una cierta autocomplacencia que le lleve a descuidar su respuesta ante una crisis profunda y duradera, que exige medidas decididas, urgentes y, eso sí, políticamente muy poco amables.
En ese sentido, hay que felicitarse por el esfuerzo que está llevándose a cabo para pactar una reforma que mejore el sistema educativo. Una mejor formación estará en la base de cualquier cambio de modelo que aspire a modernizar nuestra economía. Pero hay que exigir mucho más, porque una reforma de este tipo surte efectos a medio y largo plazo fundamentalmente, pero no arregla nuestros actuales problemas y tampoco solucionará uno de los grandes males estructurales del país: el paro.
¿Qué debe hacerse, entonces? Acometer un plan integral de reformas de alcance, ya que las reformas crean importantes sinergias entre ellas que multiplican sus efectos benéficos. Este es sin duda el caso cuando se plantea la reforma de la educación como solución a los males que aquejan al mercado laboral español. Esta reforma es, evidentemente, positiva en sí misma. Pero sus efectos positivos se diluyen en ausencia de reformas laborales y de otras que dinamicen el comportamiento del resto de mercados. Vamos a tratar de explicar por qué.
Los datos indican con absoluta claridad que en España existe un gran desajuste entre la formación con que los jóvenes tratan de incorporarse a la vida laboral y las capacidades, conocimientos y habilidades que el mercado de trabajo demanda. Este desajuste se ha manifestado de diversas formas a lo largo de las últimas décadas. Por un lado, han sido frecuentes las ocasiones en que convivían en España muchas vacantes con un gran número de desempleados, bien porque fallaban los mecanismos de intermediación del mercado (el Servicio Público de Empleo entre otros), bien porque no casaban las características de los puestos vacantes con el perfil de los posibles aspirantes o bien porque la habitual falta de movilidad impedía el trasvase de recursos ociosos hacia el empleo. Por otro lado, el fenómeno de la sobrecualificación, ya detectado en los años 80, se ha ido agravando de manera dramática. Según los datos de la OCDE, España está en la cabeza del ranking de países por porcentaje de empleados que ocupan un puesto de trabajo que requiere menos formación de la que aporta el trabajador. Además, España es uno de los países desarrollados donde más ha mermado la prima salarial que recompensa la formación universitaria de los trabajadores.
Por si todo lo anterior fuera poco, no hay que olvidar que la tasa de desempleo de los jóvenes menores de 25 años se ha ido hasta casi el 40%, más del doble de la tasa de paro total, siendo esos jóvenes los que integran las generaciones españoles que más acceso han tenido a la educación –aunque también registran altas tasas de abandono de los estudios-. Esto se suma a que estos jóvenes, más formados en promedio que el conjunto de la población, sólo han podido incorporarse al mercado laboral con contratos temporales, sufriendo las consecuencias de la dualidad del mercado de trabajo: menor formación en el puesto de trabajo, alta rotación laboral, inestabilidad e incertidumbre.
Sin duda, una educación más diversificada, de mayor calidad, ayudará a paliar alguno de estos problemas, en especial si además el sistema educativo genera entre los jóvenes un mayor espíritu emprendedor que contribuya a impulsar otras reformas. Pero no bastará si no se produce una reforma del mercado de trabajo que termine con la injusta brecha que separa a indefinidos de temporales –la conocida propuesta de un contrato único parece una excelente alternativa -, que modernice las políticas activas de empleo –hoy las oficinas de empleo son más bien oficinas del paro- y que adapte la negociación colectiva a las condiciones de una economía avanzada del siglo XXI. Ni bastará tampoco si no se facilita la actividad de los empresarios/emprendedores eliminando las múltiples trabas que hoy obstaculizan la actividad empresarial en muchos mercados. Termino con un ejemplo al respecto: ¿por qué tanta oposición a la apertura de comercios en festivos? Sería una buena oportunidad para fomentar la contratación a tiempo parcial de personas que, de otra manera, tendrían enormes dificultades para compaginar trabajo con otras facetas de su vida. Por ejemplo, muchos jóvenes podrían adquirir una primera y valiosa experiencia laboral trabajando a tiempo parcial mientras estudian.
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