19
Oct

Ahora que se discute si estamos o no en el inicio de un proceso deflacionario, puede ser interesante que pensemos en los daños que producen tanto la inflación como la deflación (que no son sino manifestaciones concretas del fenómeno de las variaciones en el nivel general de precios).

La inflación, entendida como una subida sostenida del nivel general de precios (bajada en el caso de la deflación), es altamente perjudicial para cualquier economía porque provoca distorsiones en los precios relativos. Para entenderlo mejor, pensemos que los precios relativos (lo que cuesta algo en términos de otro producto) son las señales que nos llegan del mercado y que nos sirven de información sobre la que tomar nuestras decisiones. Por ejemplo, si alguien me quiere vender un ordenador portátil por 18.000 euros entiendo que es caro, por muchas explicaciones que me quiera dar en sentido contrario, ya que algo un cálculo rápido y sé que es lo mismo que me costaría un coche.

La claridad de esas señales disminuye si hay inflación, del mismo modo que las interferencias nos impiden recibir con claridad las imágenes en nuestro televisor. ¿Por qué? Porque no todos los precios suben al mismo ritmo ni con la misma intensidad. Supongamos que se ha producido un fenómeno, por ejemplo un aumento de la cantidad de dinero en circulación, que va a provocar a la larga que todos los precios suban al final más o menos lo mismo, por lo que no cambiarán los precios relativos. Sin embargo, unos precios empezarán a corregirse antes que otros, lo que hará que en el proceso sí haya variaciones de los precios relativos que nos llevarán a tomar decisiones erróneas. Se crea así incertidumbre, siempre negativa para la actividad económica. Esa incertidumbre es mayor cuanto mayor es la inflación ya que entonces la inflación resulta igualmente más volátil.

La inflación (deflación) es mala asimismo en tanto que resulta injusta en muchos ámbitos. Sucede, por ejemplo, con las deudas. A quien debe, le interesa que haya inflación porque el dinero que debe pagar valdrá menos en el futuro, lo que perjudica al acreedor. En cambio, al acreedor le conviene que haya deflación, porque lo que le paguen en el futuro tendrá más poder adquisitivo, algo que no gustará al deudor. También la inflación es injusta porque no todo el mundo tiene los mismos medios para protegerse de sus efectos. En ese mismo sentido, la inflación es un despilfarro de recursos, pues obliga a dedicar tiempo y esfuerzos a informarse sobre ella, predecirla y adaptarse (son los famosos costes de menú –cambiar los precios en los menús y catálogos- o los costes de suela de zapato –tener que ir más frecuentemente al banco para retirar efectivo-).

 

Problemas específicos de la deflación

La deflación añade otros males al caso general de la inflación. Cuando los precios bajan, los consumidores postergan sus compras, a la espera de que los precios bajen más, lo que hace que los precios caigan y se reduzca la demanda, creándose un círculo vicioso. Las empresas sufren por ello, y también lo hacen porque la bajada de precios habrá incidido menos en sus costes (ellas compran inputs en el comienzo del proceso productivo) que en los precios de venta de sus productos (último eslabón de la cadena y, por tanto, posterior en el tiempo). Es decir, la deflación erosiona sus márgenes de beneficios. En esas circunstancias, los proyectos de inversión productiva son más inciertos y arriesgados, por lo que también son menos los que se acometen.

Por último, con deflación severa se limita la capacidad de influencia de la política monetaria ya que para incentivar la demanda hay que bajar los tipos de interés, pero llega un momento –el valor cero- en que no se pueden bajar más, como ocurrió en Japón.

¿Nos tocará ver algo de esto en España?

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