El pasado fin de semana tuvo lugar en Washington la muy esperada reunión extraordinaria de los países del G-20 (más España, Holanda y República Checa), en la que muchos habían depositado esperanzas abiertamente excesivas, como la refundación del capitalismo o la solución a la crisis económica y financiera. Tan desenfocadas expectativas no tenían otro destino que la decepción y, sin embargo, el encuentro de jefes de estado y de gobierno ha resultado algo menos inútil de lo que algunos nos temíamos. Y es que, junto a las miserias casi inevitables de la cumbre internacional, algunos logros merecen ser rescatados.
Empecemos por ellos. El primero de todos es de carácter formal. Este G-20 (o G-22, o lo que acabe cristalizando) puede ser el comienzo del fin de las especialmente ineficaces reuniones del G-7. Un grupo que representa a las principales economías desarrolladas y emergentes, y que se ha comprometido a reunirse otra vez en abril con propuestas concretas, resulta mucho más prometedor como posible referencia para una mayor gobernabilidad futura de los sistemas económico y financiero globales. El segundo logro de la reunión tiene que ver con el debate entre ideología y pragmatismo, que se ha anotado un importante triunfo del segundo. Frente a la poco inteligente insistencia de unos y otros en que la actual crisis viene a darles la razón en sus principios (ora intervencionistas, ora liberales) de política económica, el comunicado oficial de Washington encuentra los orígenes del mal tanto en las actuaciones políticas de los años pasados como en un indeseable funcionamiento de los mercados de crédito.
Y, a la hora de las soluciones, se pone tanto énfasis en el papel del gasto público (se recomiendan nuevos planes de estímulo fiscal) como en el de la necesidad de preservar la economía de libre mercado (en especial con el acuerdo de no introducir medidas de proteccionismo comercial). Por último, el tercer logro tiene también que ver con el plan de acción resultante de la reunión en el ámbito de la regulación financiera. Se trata de un plan ambicioso en cuanto a las áreas en las que los ministros de finanzas deben ponerse a trabajar en propuestas concretas de mejora: regulación anticíclica, revisión de los estándares contables internacionales, refuerzo de los mercados de derivados, examen de los sistemas de recompensa de las entidades financieras y revisión de las funciones y recursos de las instituciones financieras internacionales, incluida la ampliación del foro de estabilidad financiera. Cualquier avance futuro en la coordinación de estas cuestiones contribuirá a la futura estabilidad económica y financiera global.
Sin embargo, las razones para el escepticismo siguen siendo muy claras. Por una parte, ninguna de las dos medidas destinadas a solucionar o aliviar la crisis económica actual, hijas de las lecciones aprendidas desde la Gran Depresión, resulta decisiva. El apoyo a nuevos planes de estímulo fiscal, muy razonable, no hace sino apoyar un proceso en cualquier caso ya en marcha, sin introducir objetivos concretos. Y en cuanto al compromiso de no aplicar medidas proteccionistas, la creciente probabilidad de próximos planes de rescate del sector automovilístico en EEUU (Obama los apoya) parece oponerse a su filosofía subyacente. Por otra parte, los planes relativos a la regulación financiera no sólo no ayudan a salir de la actual situación, sino que podrían incluso agravarla (en la medida, por ejemplo, en que resulten en exigencias de mayor capitalización bancaria) y, además, hasta pueden no ser eficaces para los problemas financieros del futuro, que, como casi siempre, presentarán algún importante rasgo previamente desconocido.
Finalmente, conviene tener muy en cuenta los límites que a cualquier acuerdo internacional plantean las circunstancias coyunturales y de fondo del país más poderoso de todos. Entre las primeras, la ausencia en la reunión del presidente electo de EEUU reduce necesariamente el alcance de cualquier acuerdo. En cuanto a las circunstancias de fondo, hay que recordar las reticencias en este país a todo lo que huela a una limitación de la soberanía nacional y las propias limitaciones del poder del presidente (constreñido incluso por un Congreso de su mismo partido). En este contexto, es bueno recordar también que un grupo de países tan homogéneos como los de la zona euro no han sido hasta ahora capaces de ponerse de acuerdo en importantes cuestiones de supervisión financiera.
En definitiva, la cumbre de Washington ha ofrecido algunas señales prometedoras, pero haremos mal en dar por sentado que su celebración ha marcado el inicio del fin de los actuales problemas económicos y financieros. El camino aún es largo.
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