Este verano se han cumplido diez años del inicio de la crisis asiática. El 2 de julio de 1997, la moneda tailandesa, el bath, inició un desplome que en los meses posteriores se extendería a otras divisas de la región, sumiendo en una profunda recesión a unas economías que hasta entonces habían asombrado a todo el mundo.
En la década de los ochenta y, sobre todo, en el periodo 1990-96, los países del sudeste asiático experimentaron importantes tasas de crecimiento económico, basadas fundamentalmente en su dinamismo exportador. A pesar de que, en general, sus fundamentos macroeconómicos no eran malos (equilibrio presupuestario, poco desempleo y bajas tasas de inflación), algunos de ellos como Tailandia, Malasia y Filipinas venían acumulando un creciente déficit por cuenta corriente. La financiación de este déficit se hacía mediante entradas de capitales a corto plazo que, en su mayor medida, tenían como destino la financiación de inversiones inmobiliarias y bursátiles de carácter especulativo. Además, los sistemas de supervisión financiera, no eran ni de lejos, todo lo eficientes que debieran.
En este contexto, empezaron a surgir temores sobre la sostenibilidad de este modelo de crecimiento, sobre todo, cuando los volúmenes de endeudamiento exterior superaron con creces a las reservas. Los inversores internacionales se asustaron y empezaron a retirar sus capitales, provocando el desplome de las monedas locales. Los ataques especulativos sobre el bath, se extendieron en poco tiempo hacia el resto de divisas cuyas economías mostraban características similares. Junto a Tailandia, Malasia, Filipinas, Corea e Indonesia fueron los países más afectados; pero también Singapur,Taiwan y Honk Kong, notaron sus efectos y hasta Japón, a pesar de no tuvo problemas financieros, entró en recesión. Los mercados bursátiles de la región se desplomaron, los capitales extranjeros huyeron y sólo las ingentes ayudas financieras internacionales evitaron el colapso de aquellas economías. Pero lo peor es que la sensación de desconfianza se extendería durante los suguientes meses en una especie de efecto dominó al resto de economías emergentes y países como Rusia o Brasil sufrirían crisis similares.
John Kenneth Galbraith, el economista norteamericano fallecido el pasado año, afirmaba que “la memoria financiera dura unos diez años. Este es aproximadamente el intervalo entre un episodio de sofisticada estupidez y el siguiente”. A tenor de la crisis financiero-hipotecaria que se está desarrollando en Estados Unidos, y que parece haber contagiado a algunas instituciones financieras europeas, sus palabras cobran si cabe más relevancia. Sólo parece que hay que reprocharle que se equivorara en el lapsus temporal. Entre la crisis asática de 1997 y la actual, se produjo otro episodio de sofisticada estupidez: el estallido de la burbuja de las punto.com.
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