WP_Post Object ( [ID] => 4188 [post_author] => 28818 [post_date] => 2007-06-24 10:00:00 [post_date_gmt] => 2007-06-24 09:00:00 [post_content] => El desarrollo sostenible, y la interdependencia entre la economía y el medio ambiente, son conceptos que en los últimos años han provocado un creciente interés entre los poderes políticos, y las sociedades en general, a lo largo del mundo. El debate sobre esta problemática surge en los primeros años 1970 tras la publicación por D. H. Meadows del libro Los Límites del Crecimiento. La discusión, desarrollada y ampliada por otros muchos autores a lo largo de esa década, giraba en torno a si el crecimiento económico continuo llevaba sin remedio a una degradación medioambiental y a un colapso social a escala global. Finalmente, se llegó a la conclusión de que el desarrollo económico podía ser sostenido ilimitadamente siempre que fuera modificado para tener en cuenta su dependencia en última instancia con el medio ambiente. El concepto de desarrollo sostenible como tal quedó firmemente grabado en la agenda internacional con la publicación en 1987 del informe Our Common Future de la World Commission on Environment and Development. En este documento se acepta, en principio, que los recursos de la Tierra bastan para abastecer las necesidades humanas a largo plazo, siendo los aspectos esenciales a debatir la desigualdad en la distribución territorial de las capacidades naturales de sustentación y el análisis del uso ineficaz e irracional de tales recursos. Si bien desde entonces las diferentes instituciones internacionales, así como numerosos gobiernos nacionales, vienen dedicando una considerable atención al análisis y desarrollo de “políticas sostenibles”, conviene señalar que aún hoy día no existe entre los economistas un consenso claro sobre cómo formalizar las ideas asociadas con la sostenibilidad. Así, nos encontramos con que existen docenas de definiciones publicadas en relación a los conceptos de sostenibilidad. La diversidad y los conflictos entre dichas definiciones es evidente, mostrando que la sostenibilidad es un concepto complejo, que todo el mundo está de acuerdo en apoyar pero que nadie alcanza a definir de modo consistente. Sin embargo, tras la mayoría de dichas definiciones podemos encontrar una idea generalmente aceptada: el desarrollo sostenible debe satisfacer las necesidades del presente sin hipotecar la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer en su momento sus propias necesidades. Se plantea en definitiva de un trade-off entre el bienestar actual y el bienestar futuro de los miembros de la sociedad. La búsqueda de una definición operativa o práctica, que permita identificar políticas globales para alcanzar el desarrollo sostenible, choca con dos problemas principales. En primer lugar, la existencia de incertidumbre sobre el futuro: desconocemos hasta qué punto la futura tecnología nos permitirá incrementar la eficiencia en el uso de un mismo stock de recursos. Es decir, existe la posibilidad de que los avances tecnológicos nos permitan en el futuro disfrutar de un nivel de vida equivalente (o superior) al actual utilizando una menor (o igual) cantidad de recursos. Al tiempo, desconocemos el valor que las futuras generaciones otorgarán a los bienes medioambientales: si asumimos que nuestros nietos valorarán el medio ambiente más que nosotros, tendremos una razón adicional para ser conservadores en su uso. En segundo lugar, la complementariedad entre los recursos medioambientales y los recursos artificiales: utilizar como guía de sostenibilidad el mantenimiento del valor del stock total de capital en el tiempo es incorrecto, ya que numerosos componentes del capital medioambiental (los recursos no renovables) tienen una capacidad natural que no debe ser sobrepasada. Es por tanto necesario medir, además de ese valor del stock total de capital, una serie de indicadores sobre la sostenibilidad de tales recursos. Por otra parte, desconocemos en qué medida los recursos artificiales, desarrollados por el Hombre, pueden llegar a compensar el futuro deterioro o incluso la pérdida de los recursos naturales. A pesar de estas limitaciones a la hora de definir a un nivel global políticas de sostenibilidad, parece claro que el mantenimiento de la calidad de la dotación de recursos a lo largo del tiempo implica, en la medida en que sea posible, la aceptación de dos normas: por una parte, el uso de los recursos renovables debe producirse a ritmos menores o iguales a su tasa de regeneración natural. En este sentido, se denominan recursos renovables aquellos cuyas existencias pueden crecer o recuperarse si se las permite reproducirse (como un bosque o una especie animal); también se consideran “renovables”, por convención, los recursos de flujo continuo (como la energía solar o la eólica). Por otra parte, el mantenimiento de la dotación nos obliga a perseguir el uso óptimo de los recursos no renovables, sujeto a la sustituibilidad antes mencionada entre los recursos y el progreso tecnológico. Dado que las existencias de estos recursos son limitadas, se trata en este caso de establecer un ritmo de uso óptimo hasta su agotamiento. En términos aún más precisos, la búsqueda de la integración de la toma de decisiones en materia económica y medioambiental, del desarrollo sostenible en definitiva, ha sido abordada por los gobiernos mediante el establecimiento de diferentes instrumentos económicos (ver tabla), que pretenden la transmisión de las señales apropiadas a los productores y consumidores a través del potente mecanismo de los precios. Obviamente, estos instrumentos económicos no reemplazan a otros medios de acción, como los reglamentos o las normas, sino que se desarrollan en combinación con ellos y se apoyan mutuamente. En comparación con el creciente número de instrumentos económicos utilizados en las políticas ambientales de las naciones, son pocas las evaluaciones realizadas que permitan obtener conclusiones válidas sobre los resultados de estos esfuerzos. A la escasa tradición existente en la evaluación de la eficiencia de las políticas gubernamentales en todos los ámbitos, se añade en el medioambiental la dificultad que provoca la dispersión de estas responsabilidades y, sobre todo, la complejidad de distinguir la contribución específica de cualquiera de estos instrumentos a la consecución de sus objetivos. Así, no basta con comparar los niveles de contaminación previos y posteriores a su aplicación, ya que un descenso en los registros de la misma puede deberse, por ejemplo, a la evolución de las tecnologías disponibles o a un descenso del nivel general de actividad de la economía. Por último, la falta de datos adecuados es otra importante limitación a la hora de realizar una evaluación del resultado de estas políticas, ya que a menudo es imposible saber qué hubiera sucedido si no se hubiera aplicado la política medioambiental en cuestión. 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El desarrollo sostenible, y la interdependencia entre la economía y el medio ambiente, son conceptos que en los últimos años han provocado un creciente interés entre los poderes políticos, y las sociedades en general, a lo largo del mundo. El debate sobre esta problemática surge en los primeros años 1970 tras la publicación por D. H. Meadows del libro Los Límites del Crecimiento. La discusión, desarrollada y ampliada por otros muchos autores a lo largo de esa década, giraba en torno a si el crecimiento económico continuo llevaba sin remedio a una degradación medioambiental y a un colapso social a escala global. Finalmente, se llegó a la conclusión de que el desarrollo económico podía ser sostenido ilimitadamente siempre que fuera modificado para tener en cuenta su dependencia en última instancia con el medio ambiente. El concepto de desarrollo sostenible como tal quedó firmemente grabado en la agenda internacional con la publicación en 1987 del informe Our Common Future de la World Commission on Environment and Development. En este documento se acepta, en principio, que los recursos de la Tierra bastan para abastecer las necesidades humanas a largo plazo, siendo los aspectos esenciales a debatir la desigualdad en la distribución territorial de las capacidades naturales de sustentación y el análisis del uso ineficaz e irracional de tales recursos.
Si bien desde entonces las diferentes instituciones internacionales, así como numerosos gobiernos nacionales, vienen dedicando una considerable atención al análisis y desarrollo de “políticas sostenibles”, conviene señalar que aún hoy día no existe entre los economistas un consenso claro sobre cómo formalizar las ideas asociadas con la sostenibilidad.
Así, nos encontramos con que existen docenas de definiciones publicadas en relación a los conceptos de sostenibilidad. La diversidad y los conflictos entre dichas definiciones es evidente, mostrando que la sostenibilidad es un concepto complejo, que todo el mundo está de acuerdo en apoyar pero que nadie alcanza a definir de modo consistente. Sin embargo, tras la mayoría de dichas definiciones podemos encontrar una idea generalmente aceptada: el desarrollo sostenible debe satisfacer las necesidades del presente sin hipotecar la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer en su momento sus propias necesidades. Se plantea en definitiva de un trade-off entre el bienestar actual y el bienestar futuro de los miembros de la sociedad.
La búsqueda de una definición operativa o práctica, que permita identificar políticas globales para alcanzar el desarrollo sostenible, choca con dos problemas principales. En primer lugar, la existencia de incertidumbre sobre el futuro: desconocemos hasta qué punto la futura tecnología nos permitirá incrementar la eficiencia en el uso de un mismo stock de recursos. Es decir, existe la posibilidad de que los avances tecnológicos nos permitan en el futuro disfrutar de un nivel de vida equivalente (o superior) al actual utilizando una menor (o igual) cantidad de recursos. Al tiempo, desconocemos el valor que las futuras generaciones otorgarán a los bienes medioambientales: si asumimos que nuestros nietos valorarán el medio ambiente más que nosotros, tendremos una razón adicional para ser conservadores en su uso.
En segundo lugar, la complementariedad entre los recursos medioambientales y los recursos artificiales: utilizar como guía de sostenibilidad el mantenimiento del valor del stock total de capital en el tiempo es incorrecto, ya que numerosos componentes del capital medioambiental (los recursos no renovables) tienen una capacidad natural que no debe ser sobrepasada. Es por tanto necesario medir, además de ese valor del stock total de capital, una serie de indicadores sobre la sostenibilidad de tales recursos. Por otra parte, desconocemos en qué medida los recursos artificiales, desarrollados por el Hombre, pueden llegar a compensar el futuro deterioro o incluso la pérdida de los recursos naturales.
A pesar de estas limitaciones a la hora de definir a un nivel global políticas de sostenibilidad, parece claro que el mantenimiento de la calidad de la dotación de recursos a lo largo del tiempo implica, en la medida en que sea posible, la aceptación de dos normas: por una parte, el uso de los recursos renovables debe producirse a ritmos menores o iguales a su tasa de regeneración natural. En este sentido, se denominan recursos renovables aquellos cuyas existencias pueden crecer o recuperarse si se las permite reproducirse (como un bosque o una especie animal); también se consideran “renovables”, por convención, los recursos de flujo continuo (como la energía solar o la eólica). Por otra parte, el mantenimiento de la dotación nos obliga a perseguir el uso óptimo de los recursos no renovables, sujeto a la sustituibilidad antes mencionada entre los recursos y el progreso tecnológico. Dado que las existencias de estos recursos son limitadas, se trata en este caso de establecer un ritmo de uso óptimo hasta su agotamiento.
En términos aún más precisos, la búsqueda de la integración de la toma de decisiones en materia económica y medioambiental, del desarrollo sostenible en definitiva, ha sido abordada por los gobiernos mediante el establecimiento de diferentes instrumentos económicos (ver tabla), que pretenden la transmisión de las señales apropiadas a los productores y consumidores a través del potente mecanismo de los precios. Obviamente, estos instrumentos económicos no reemplazan a otros medios de acción, como los reglamentos o las normas, sino que se desarrollan en combinación con ellos y se apoyan mutuamente.
En comparación con el creciente número de instrumentos económicos utilizados en las políticas ambientales de las naciones, son pocas las evaluaciones realizadas que permitan obtener conclusiones válidas sobre los resultados de estos esfuerzos. A la escasa tradición existente en la evaluación de la eficiencia de las políticas gubernamentales en todos los ámbitos, se añade en el medioambiental la dificultad que provoca la dispersión de estas responsabilidades y, sobre todo, la complejidad de distinguir la contribución específica de cualquiera de estos instrumentos a la consecución de sus objetivos. Así, no basta con comparar los niveles de contaminación previos y posteriores a su aplicación, ya que un descenso en los registros de la misma puede deberse, por ejemplo, a la evolución de las tecnologías disponibles o a un descenso del nivel general de actividad de la economía. Por último, la falta de datos adecuados es otra importante limitación a la hora de realizar una evaluación del resultado de estas políticas, ya que a menudo es imposible saber qué hubiera sucedido si no se hubiera aplicado la política medioambiental en cuestión.
Pese a estas dificultades ex post, la teoría y los análisis ex ante demuestran la eficiencia y la eficacia de los instrumentos económicos para conseguir integrar las preocupaciones sociales sobre el medio ambiente en el sistema económico, condición necesaria para un desarrollo sostenible.
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