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Dic

Como es bien sabido, durante estos días miles de delegados procedentes de 190 países se encuentran reunidos en Bali dentro del marco de la United Nations Framework Convention on Climate Change (UNFCCC), en la que es probablemente la mayor conferencia climática jamás celebrada. Expertos y políticos trabajan para consensuar la agenda de las negociaciones que en los próximos dos años deberían concluir en un acuerdo internacional sobre el sucesor del actual esquema de Kioto, cuando éste expire en 2012.

Sin duda el principal reto de estas negociaciones reside en incorporar a ese nuevo esquema la posición de los EEUU, principal país emisor de gases de efecto invernadero (GEI) en términos históricos y por habitante, al tiempo que las posiciones y aspiraciones de las economías emergentes, cuyas emisiones crecen tan rápido que compensan las reducciones propuestas para el resto del mundo. En concreto China, tras triplicar sus emisiones entre el año 2000 y el 2006, ya ha superado a los EEUU como el mayor emisor en términos absolutos, aunque su “responsabilidad” histórica y en términos per cápita sigue siendo muy inferior a la de las economías avanzadas. Ambas naciones se resistirán a apoyar cualquier esquema que contemple reducciones obligatorias en las emisiones de GEI de sus respectivas economías, por motivos paradójicamente opuestos.


La Administración Bush considera que la asunción de ese compromiso impondría una carga injusta sobre la competitividad de la economía estadounidense frente a las naciones emergentes, en la medida que éstas no asuman al tiempo su parte de responsabilidad, teniendo en cuenta sus crecientes emisiones actuales y futuras. Por su parte, las autoridades chinas consideran que aceptar compromisos obligatorios en este momento impondría una carga injusta sobre su proceso de desarrollo y convergencia con las naciones más ricas, en la medida que la responsabilidad histórica de la elevada concentración de GEI corresponde a estas últimas.

Surge aquí la interesante (y espinosa) cuestión de cómo medir las responsabilidades relativas de las diferentes naciones en el “presunto” problema del cambio climático de origen antropogénico, de modo que la carga de la solución pudiera ser repartida del modo más justo. Un reciente estudio del Oxford Institute for Energy Studies (OIES), titulado “Differentiating Historic Responsibilities for Climate Change”, aborda esta cuestión del reparto de la carga basado en la responsabilidad histórica, originalmente propuesta por Brasil en 1997. La aproximación convencional a esta responsabilidad histórica ha sido a través de la simple (¿?) medición de la participación de los diferentes países en las emisiones acumuladas de GEI. De acuerdo con esta metodología, las economías industrializadas (Anexo I del UNFCCC) habrían contribuido hasta el día de hoy al 54,5% del problema del cambio climático.

Lo que entiendo que hace sugerente este estudio del OIES es que alcanza conclusiones significativamente distintas, partiendo de la definición aristotélica de responsabilidad (la “responsabilidad moral” o “culpa” puede ser limitada por la ignorancia o las circunstancias más allá de nuestro control), y teniendo en cuenta aspectos como la evolución del tamaño de las poblaciones y el justificable sometimiento del control de las emisiones a la necesidad de supervivencia y desarrollo de los más pobres. Aunque el documento tiene evidentemente cierta carga técnica, animo a los lectores a echar un vistazo a su contenido, ya que sin duda ayuda a consolidar opiniones y descartar intuiciones equivocadas en esta cuestión tan compleja, al fin y al cabo el principal obstáculo en estas trascendentes negociaciones internacionales.

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