La crisis financiera ha despertado un renovado interés por el papel que deben desempeñar las instituciones internacionales en la economía mundial. Se han oído mensajes que, en mi opinión, son muy positivos de cara a un futuro inmediato. Por ejemplo, el acuerdo de los países reunidos recientemente en la cumbre de Washington, por el que se comprometen a evitar la tentación del regreso al proteccionismo –esperemos que cumplan lo que prometen-. Esto debería ayudar a que, una vez superado lo peor de la crisis, se desatasquen las negociaciones de la agenda de Doha de la Organización Mundial del Comercio. De la misma manera, considero muy acertada la búsqueda de un mejor marco regulador en el ámbito financiero (cuidado, hablo de incrementar la calidad de la regulación, no la cantidad), labor en la que el FMI u otras instituciones multilaterales habrán de tener una participación activa importante.
En este nuevo protagonismo que las instituciones multilaterales y la coordinación internacional parecen adquirir, una vez más echo de menos la puesta en común de iniciativas y esfuerzos en un ámbito que sin duda será de enorme importancia en años venideros: me refiero a los movimientos migratorios.
Globalización pero menos
¿Se han fijado en que contamos con organismos que velan por la implementación de medidas liberalizadoras para los movimientos de capitales, de mercancías o de servicios, pero que no existe nada remotamente parecido para los movimientos de personas? Se dice que vivimos en una era de globalización e integración económica mayor que en cualquier otra etapa de la historia. Cierto, excepto para el caso de los movimientos de personas. La importancia relativa de las migraciones internacionales fue muy superior en la segunda mitad del siglo XIX. Desde entonces (por aquella época ni existían los pasaportes) los países han ido endureciendo sus políticas, dificultando no sólo la entrada de inmigrantes, sino incluso la salida de emigrantes.
No me entiendan mal. No soy una ilusa ni defiendo la total libertad de movimientos internacionales de personas. Los movimientos migratorios ofrecen oportunidades para los países de acogida y para los países de origen. También plantean retos y complejos problemas, tanto económicos como, especialmente, sociales. Pero en esto no son distintos de otros fenómenos que marcan el devenir de nuestras economías y que aceptamos con menor prevención. Por ejemplo, el avance tecnológico y el libre comercio entrañan problemas y suponen costes para determinados grupos sociales. Ahora bien, sus efectos netos son muy positivos por lo que no tiene sentido oponerse a ellos.
Los potenciales beneficios de las emigraciones
La lógica económica desde la que defender una mayor libertad para las migraciones es la misma que se aplica en el comercio o en las finanzas: se trata de desplazar recursos desde son menos productivos hasta donde lo son más. Pensemos, además, que el recurso mano de obra será cada vez más escaso en los países desarrollados, donde el actual proceso de envejecimiento poblacional se agudizará en las décadas siguientes.
Hace ahora unos dos años, el Banco Mundial publicaba un estudio según el cual la economía mundial experimentaría una ganancia del 0,6% del PIB de aquí a 2025 si se permitiera la emigración, desde países en vías de desarrollo a economías desarrolladas, de 28 millones de personas adicionales a los movimientos previstos con las restricciones actuales. Tal vez parezca poco, pero es una ganancia mayor a la que los expertos asignan a un (im)probable éxito total de las negociaciones de Doha para la liberalización comercial. Merece la pena, por tanto, buscar opciones para aprovechar el potencial de las migraciones. Por ejemplo los países podrían ponerse de acuerdo en fórmulas para impulsar las migraciones temporales, fórmula que permitiría superar ciertas reticencias. Me temo que, desgraciadamente, algo así está todavía muy lejos de ocurrir.
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