El Ministerio de Sanidad, junto con las correspondientes consejerías de las Comunidades Autónomas, está estudiando la prohibición de la venta en colegios de bollos, chucherías, refrescos y demás alimentos cuyo consumo parece ser una de las causas del problema de la obesidad y el sobrepeso que, según las estadísticas, afecta ya a muchos niños en España.
Las facetas económicas de este asunto son muchas. Por un lado están las dificultades que una prohibición como ésta podría causar a las empresas productoras de chucherías y refrescos. Es cierto que el negocio de estas empresas en los centros escolares no es una parte sustancial del total de sus ventas, pero es fácil suponer que una medida como la planteada tendría consecuencias notables sobre la percepción que los consumidores tienen de estos productos.
De otra parte, más relevante, encontramos el coste económico que la “epidemia” de obesidad infantil tiene para el conjunto de la sociedad y para los propios afectados, amén de los problemas personales aparejados. En efecto, una población obesa supone una elevada probabilidad de incrementos sustanciales en el gasto sanitario del país, puesto que significa una mayor incidencia de enfermedades crónicas, como las cardiovasculares o la diabetes, cuyo tratamiento es costoso. Enfermedades que también conllevan costes en términos de horas de trabajo perdidas por las bajas e, incluso, por las incapacidades laborales a que conducen. En un escenario como el español, donde el proceso de envejecimiento poblacional pone en peligro la viabilidad de los sistemas sanitario y de pensiones, estos costes son difícilmente asumibles.
¿Es la prohibición la solución?
La economía nos puede ayudar también a aclarar si esta prohibición es o no la solución al problema. Pero, antes de entrar en esas consideraciones, creo razonable afirmar que esta prohibición no es la solución, simplemente porque las causas del problema son mucho más profundas que la disponibilidad o no de máquinas expendedoras en las escuelas. Una historia que me contaba un amigo puede ilustrar este punto. Este amigo se encargaba de atender a los chavales en el comedor de un colegio en el que no había máquinas expendedoras de ningún tipo. Allí le tocaba tratar de hacer que los críos y crías comieran su pescado o sus verduras (con la pasta o el arroz todo era más fácil), algo que no siempre lograba. Para él era muy frustrante ver cómo, al salir por la tarde, los niños que peor habían comido se encontraban con el premio de unos chuches o bollos que les llevaban sus padres de merienda.
Vamos con un enfoque económico del problema y su posible solución. Una de las maneras en que afrontar este tema es la que propone esa rama de la economía, la llamada behavioral economics, de la que hablábamos en el post anterior y que incluye ideas de la psicología. De acuerdo con este enfoque, el problema surge de nuestro comportamiento aparentemente irracional, por el que comemos en exceso y hacemos poco ejercicio. Todos tenemos una serie de sesgos psicológicos que nos hacen proclives a estos comportamientos, en los que no podemos evitar las tentaciones inmediatas a pesar de sus nefastos efectos a medio y largo plazo. Según esta manera de abordar el asunto, la solución pasa inexorablemente por reconducir el comportamiento de los consumidores, por ejemplo alejando las fuentes de la tentación (las máquinas expendedoras en nuestro caso) o dando más información sobre el contenido y propiedades de cada alimento en las etiquetas y menús (esta solución parece no haber funcionado en Nueva York )
Otro enfoque económico es el más tradicional, que propone como solución encarecer la comida basura frente a la comida más sana, por ejemplo estableciendo impuestos sobre la primera (en Estados Unidos algunos economistas también hablan de eliminar los subsidios que recibe el maíz, pues éste se utiliza para obtener la fructosa que se añade a los refrescos).
La solución probablemente pase por una combinación de todas las anteriores. Pero, sobre todo, necesita de un cambio cultural, en la educación, en la formación de hábitos. Ahí de nuevo encontramos un problema económico: la organización de los horarios laborales, que impide dedicar tiempo en el hogar a la preparación de comida sana y, lo que es más importante, tiempo para comer juntos y educar a los niños en su alimentación.
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