La pasada semana los presidentes de los dos bancos centrales más importantes, la Reserva Federal (Fed) y el Banco Central Europeo (BCE) sorprendieron a los mercados al transmitirles su especial preocupación con los actuales riesgos inflacionistas. Más allá de la obviedad de que a un banquero central le preocupe la inflación, lo que resultó sorprendente es que esa preocupación pareció por primera vez lo bastante intensa como para propiciar un próximo endurecimiento de la política monetaria. Sin duda, eso no debería extrañar a la vista de las elevadas tasas de inflación (3,6% en la zona euro y 3,9% en EEUU) y de la prolongada apreciación de materias primas como el petróleo (más de un 90% en los últimos doce meses).
Sin embargo, una subida de tipos no casa tan bien en un contexto de clara moderación de la actividad económica (práctico estancamiento en EEUU y perspectivas de tasas sustancialmente por debajo del nivel potencial en Europa), tipos de interés de mercado anómalamente altos como consecuencia de la crisis de confianza en el sistema financiero y prolongadas inyecciones de liquidez de los propios bancos centrales en el sistema. Lo cierto es los mercados han interpretado que habrá subidas de tipos. Descuentan una de 25 pb del BCE en julio y una o dos más hasta el final del año; de la Fed esperan ya una primera subida hacia septiembre y que en marzo el tipo de intervención se sitúe ya en el 3% (ahora está en el 2%). ¿Son realistas estas expectativas?
No lo son. Las declaraciones de Trichet y Bernanke ponen de manifiesto el gran dilema que el fenómeno de la estanflación (estancamiento económico e inflación) plantea a los bancos centrales. Por una parte, querrían estimular la demanda agregada con tipos de interés bajos, como de hecho viene haciendo la Fed desde septiembre, para animar el crecimiento y situarlo en niveles coherentes con los objetivos de inflación de largo plazo. Por otra, sienten la presión de una inflación demasiado alta sobre su reputación y sobre las expectativas, que podrían acabar consolidando tasas de inflación muy por encima del objetivo. Es esta última preocupación la que ha motivado las declaraciones de la semana pasada.
Sin embargo, no es creíble que el BCE se embarque en un proceso de endurecimiento monetario que, dados los riesgos para el crecimiento, podría desembocar en una recesión. Ni que la Fed se arriesgue a un ajuste inmobiliario y del consumo aún más profundo. El dilema de política monetaria se hizo patente en las declaraciones de Trichet, según el cual algunos consejeros habrían querido subir ya, otros habrían preferido hacerlo más tarde y un tercer grupo no veía razones para una subida de tipos.
Entonces ¿qué pretendían los banqueros centrales con sus declaraciones y cuál es el curso previsible de la política monetaria en los próximos meses? Las palabras de Trichet hacen difícil que, en ausencia de una notable caída del precio del petróleo o de datos de actividad decididamente débiles en las próximas semanas, no se produzca en julio una subida de tipos de 25 pb. Pero se tratará de una subida aislada, cuyo único propósito será recordar a los agentes económicos que el BCE sigue garantizando una inflación baja a largo plazo. Meses después es incluso posible que el banco central tenga que dar marcha atrás a esa decisión. Y es que el contexto de moderación económica global no sólo agranda los riesgos a la baja para la actividad, sino que hace muy probable que el precio del petróleo —y con él la inflación— tienda a corregir en los próximos meses de la mano de unas economías emergentes cuyo ciclo expansivo empieza ahora a dar unas primeras señales de agotamiento. En este contexto, no es probable que la Fed suba tipos en los próximos meses.
Comentarios