Voy a comenzar el post de hoy, dedicado una vez más a la ayuda al desarrollo, con un ejemplo culinario. Supongan que queremos hacer una tortilla de patatas y que para ello contamos con una cantidad fija de los ingredientes principales: huevos, patatas, aceite y sal. Con las dotaciones que tenemos de dichos ingredientes podemos elaborar una fantástica tortilla. Imaginen ahora que por necesidades que no viene al caso explicar (alguna persona que se apunta a última hora a comer…) tengo que ser capaz de incrementar mi producción de tortilla, y que para ello sólo tengo la posibilidad de utilizar cantidades adicionales de UNO de los ingredientes.
Pues bien, la situación será muy distinta en función de cuál sea el ingrediente que puedo utilizar más allá de la dotación inicial: si tengo más huevos, podría hacer una tortilla mayor añadiendo un huevo o dos, aunque la “densidad” de patata sería algo menor. Algo similar sucedería si el ingrediente que puedo aumentar, manteniendo fijos los demás, es la patata. En dicho caso, podría producir más cantidad de tortilla, que, a su vez, sería más “compacta”. Pero añadir un ingrediente a una cantidad fija del resto no puede hacerse eternamente, ya que nos enfrentamos a algo que los economistas conocemos bien: los rendimientos decrecientes. Este efecto es aún más importante en el caso de que el único ingrediente que pueda aumentar es la sal, o el aceite, ya que no podré (apenas) incrementar mi producción de tortilla aumentando el uso de dichos ingredientes. Y cuanto menor sea el papel de un ingrediente en el conjunto del producto final, más rápidamente se notarán los rendimientos decrecientes.
¿Qué tiene que ver este ejemplo con la ayuda al desarrollo? Pues aunque no lo parezca, tiene bastante relación: el objetivo que perseguimos, en última instancia, es que los países menos desarrollados crezcan más y salgan de la pobreza. Y es muy común pretender aumentar el PIB de estos países con ayudas centradas en el incremento de la inversión productiva (que aumenta el componente de capital de la función de producción). Pero si no se incrementan a igual ritmo los demás componentes de la función (trabajo y tecnología), la acción de los rendimientos decrecientes será inexorable y el resultado de invertir más en los países menos desarrollados será probablemente muy modesto.
Además, el peso del ingrediente “capital” (maquinaria, fábricas, instalaciones, etc.) en el conjunto del PIB es sorprendentemente pequeño, en torno a un tercio del total, según las distintas estimaciones. Es decir, que estamos intentando incrementar el tamaño del PIB aumentando la cantidad de uno de los ingredientes que pesan poco en el conjunto: los rendimientos decrecientes actuarán de manera más intensa (como con el aceite o la sal de nuestro ejemplo).
Sobre estas cosas escribe un gran economista del desarrollo, William Easterly, en uno de sus libros, “The Elusive Quest for Growth”. A su juicio canalizar los esfuerzos del mundo desarrollado para apoyar el crecimiento del tercer mundo a través de mayores inversiones productivas es un error. La clave, para él, está en algo sobre lo que recientemente en este blog de economía ha escrito nuestro compañero Rafael Pampillón: actuaciones que contribuyan a incrementar la productividad total de los factores, es decir, cómo encontrar nuevas tecnologías que nos permitiesen producir más (ya sea tortilla o PIB) con la misma cantidad de ingredientes. Y no estamos hablando de otra cosa que de destinar recursos a I+D+i en el tercer mundo.
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