La vieja polémica sobre la idoneidad del producto interior bruto como única medida del desempeño económico de un país y, por tanto, como objetivo a maximizar por la política económica (en combinación con la inflación) ha vuelto la última semana a la palestra, a raíz de la publicación de un informe encargado por Nicolás Sarkozy a un grupo de economistas liderado por Joseph Stiglitz. Es evidente que resumir en un solo número la situación de una economía y, por tanto, el éxito o fracaso de la política económica es un corsé demasiado estrecho. No digamos nada si en la coctelera introducimos conceptos como bienestar o sostenibilidad del modelo económico. No siempre una mayor producción de bienes y servicios significa más felicidad para los ciudadanos del país o un efecto neutro sobre la dotación de bienes naturales. Hay infinidad de ejemplos sobre problemas en la medición de la actividad. Por ejemplo, un atasco de tráfico implica más consumo de gasolina y, por tanto, más PIB, aunque si tuviéramos en cuenta la contaminación del aire o el efecto sobre el bienestar de los ciudadanos inmovilizados en el atasco, la valoración debería ser claramente negativa.
El primer aspecto fundamental que trata el informe es como mejorar la medición de la actividad económica. Algo importante, teniendo en cuenta que últimamente parece existir cierta distancia entre la percepción sobre la evolución de las variables económicas (crecimiento o inflación) que tienen los ciudadanos y las señales que nos dan las estadísticas oficiales. De hecho, las encuestas en países como Francia o Reino Unido reflejan que casi el 30% de la población desconfía de los datos que presentan los institutos de estadística. El informe propone dar mayor importancia a medidas alternativas al PIB como la renta nacional neta, mejorar la medición de los servicios públicos, ajustar la valoración de los avances en calidad de los bienes (ordenadores, teléfonos móviles, etc), introducir medidas de la distribución de la renta y, por último, incluir medidas de tiempo libre. Además, se aboga por incluir actividades que se realizan dentro de la unidad familiar (ej: cuidado de ancianos y niños) y que ahora no se contabilizan.
En segundo lugar, se demanda valorar el bienestar de los ciudadanos a través de un conjunto de indicadores que midan desde los niveles de salud y educación, hasta la calidad del entorno social y natural o la seguridad. Es decir, tratar de medir la calidad de vida, más allá de medidas como la renta per cápita. Por último, se incide en la necesidad de valorar la sostenibilidad de nuestro modelo de crecimiento. Es decir, apoya introducir el concepto de “desarrollo sostenible” como un objetivo más amplio y ambicioso para la política económica que el tradicional de crecimiento económico. Desarrollo sostenible sería aquel que permite satisfacer nuestras necesidades actuales sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas. Por tanto, como ha señalado el premio Nobel de Economía Robert Solow, se trata de otorgar a las generaciones futuras la posibilidad de seguir produciendo bienestar económico en igual situación que la actual, para lo que debe ser conservado el “stock” de capital físico, lo que incluye el capital natural.
Un debate interesante en un momento delicado. Todo esto pone de manifiesto la importancia de las estadísticas económicas. Sin ellas es imposible hacer un buen diagnóstico de la situación, aumentando las probabilidades de tomar decisiones erróneas. Una buena información económica, junto a elevados niveles de formación financiera son condiciones necesarias para que los agentes tomen decisiones económicas correctas en el día a día, lo que terminará afectando positivamente al bienestar de la sociedad. Y, en ambos casos, pienso que existe un amplio margen de mejora.
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